Cuentos sobre bioética
«El ambiente en el malecón Tarapacá, sobre el río Itaya, era bullicioso. Los diferentes locales ofrecían comidas típicas y cerveza. Los vendedores ambulantes, en su mayoría indígenas, exhibían artesanías finamente elaboradas, pero -a mi modo de ver- totalmente inservibles. Los músicos iban de mesa en mesa entonando canciones trasnochadas. De cuando en cuando, se acercaban niños pidiendo dinero y lugareños ofreciendo con secretismo titíes pigmeos camuflados en mochilas terciadas de lana cardada.
-Entonces, ¿no estás de acuerdo con que se experimente en animales? – preguntó Bruno.
-No, -respondió Chata tajantemente.
-Ajá y ¿cómo desarrollar vacunas y medicamentos para salvar la vida de las personas?
-¿Quién va a ofrecerse para que experimenten en él? ¿Quién va a postular a un hijo o a la mamá?- pregunté antes de refrescar mi garganta con un trago largo de Cusqueña.
-No lo sé. Pero los animales no tienen que sufrir por culpa nuestra. -puntualizó Chata.
-Gracias a esa experimentación se han salvado millones de vidas. Si no fuera así no estaríamos acá viendo el atardecer, expuestos a la picadura de miles de mosquitos que nos podrían transmitir fiebre amarilla y otras enfermedades tropicales. – destaqué.
-Chata, estás loca. No hay otra opción.
-Selección natural. ¿Qué sucedía antes? Pues algunos morían y otras adquirían inmunidad a las enfermedades. -explicó Chata.
-Claro. Pero en el proceso muchos morían.
-A eso llamo yo estocasticidad.
-Inmunidad de rebaño. Una locura.
-El problema es cuando esa ruleta rusa te toca a ti o a los tuyos.
-Es la vida. -dijo Chata encogiéndose de hombros.
-Además, antes la calidad de vida no era como la que tenemos hoy. Incluso morían mucho más jóvenes. -mencionó Bruno.
-¿Y para qué ser tan viejos?
-¿Para tomar más cerveza? ¿Chelas bien helenas?
-Hágale- respondí.
La pareja bailaba la lambada según sus posibilidades corporales. La menuda mujer disfrazada de chola lo hacía con un ritmo más andino que amazónico. El hombre, sin piernas, brincaba, con la ayuda de sus brazos, alrededor de la muchacha. El roce, contra las losas del piso, que ejercía el calzón en tela de mezclilla que lucía aquel joven -que no superaba los veinte años de llevar una vida en minusvalía- acompañaba atípicamente las notas de esa famosa canción brasileña.
Era imposible ignorar la escena. Iban a lo largo de todo el malecón, llamando la atención de quienes a esa hora se disponían a terminar la jornada, con una cerveza o un vaso de chicha morada en la mano y en los ojos el atardecer que, con sus tonos mandarinos y rosáceos, anunciaba el final del día en medio de la selva más biodiversa del planeta.
-Eso es bastante romántico Chata. En el mundo actual en el que vivimos no tenemos otra alternativa.
-Sí hay otra opción. Viviríamos mejor a largo plazo. Seríamos menos personas en el mundo y no habría tanta devastación de los recursos naturales. – respondió ella.
-Lo que pasa es que estás mezclando peras con manzanas. Porque, una cosa es hacer un uso sostenible de los recursos naturales en favor de la ciencia y la salud pública, y otra es entrar en el debate de que somos muchos seres humanos en el planeta. Esto último, de por sí, no tiene discusión.
-Una cosa va con la otra. Si la población es menor, menor será la tasa de transmisión de enfermedades infecciosas que son tratadas con el sacrificio de inocentes. -espetó Chata.
-Utopía, Chata. Cada vez somos más y eso es inevitable.
-Yo creo que el fin debe ser alcanzar un balance entre uso y conservación -acerté decir.
-¿Y ese balance se logra capturando monos en el bosque y haciéndolos pasar como reproducidos en cautiverio?
-Funcionaría si conociéramos primero cuántos hay y luego cuántos podemos sacar. -respondí.
-Así hacen los gringos en la Florida, pero con caimanes.
-Un modelo así de regulado, resulta un imposible en nuestros países en los que hay tantas diferencias sociales.
-No creo. Es voluntad política.
-¿Un censo de monos en el Amazonas? Una locura.
-Una estimación poblacional.
-En todo caso, reproducirlos en cautiverio, está tenaz. Los niveles de estrés inhiben la ovulación de las hembras. Además, las enfermedades asociadas al encierro no ayudan en el proceso. Ya lo sabemos.
-No es tarea fácil. Pero se han obtenido resultados.
-Imagínate Bruno, que te agarran a ti y a tu pareja, te encierran, te observan todo el día y esperan a que te reproduzcas para enviar a tus hijos a laboratorios de experimentación. -le dijo la mujer, mirando a Bruno a los ojos.
-Un modelo ideal, a mi parecer, sería capturar a los monos en vida libre, pero invertir todos los recursos en la conservación de sus hábitats naturales. Eso sí, la idea es que se conozca la dinámica de la población para hacer un uso sostenible. -sostuve.
-¿Y dónde queda el bienestar animal? -me interrogó Chata.
-A la larga, algunos monos morirán en vida libre por razones naturales. Depredadores, enfermedades. Es la vida, como dices Chata.
-Volvemos al tema de la densidad. -respondió la astuta mujer.
-Exacto.
-¿Y quién financiaría todo?
-Los laboratorios. Esos que producen vacunas y medicamentos.
-Esas vacunas que no te quieres poner Chata. – intervino Bruno.
-¿No te pusiste la vacuna contra fiebre amarilla? – pregunté.
-Es obligatoria para venir acá.
-¿Entonces?
-Doble moral.».
La presencia de los animales siempre será un desafío para el ser humano. Así se evidencia en estos cuentos en los que un orangután pone a prueba la prudencia, un perro la caridad, unas palomas el pragmatismo, unos pingüinos la cordura. Se debate sobre el bienestar animal, la conservación, la vida en el campo y el vínculo animal humano. Es, en definitiva, una profunda reflexión sobre la vida en compañía de animales.
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