Cuentos sobre mascotas
«En esos años el asma infantil aún no me liberaba. Eran recurrentes mis visitas al médico para descifrar el disparador que hacía que mis bronquios se cerraran. Varios tratamientos y recomendaciones se implementaron en casa. “El niño no puede ser ni panadero ni veterinario”, recuerdo que un octogenario médico le dijo, en alguna ocasión, a mis padres.
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Para mi fortuna, mi madre nunca creyó por completo en los médicos, luego no me limitaron placeres como jugar fútbol, salir al parque y estar en contacto con animales. Mi padre y su actitud refractaria respecto a vincular a un miembro peludo a la familia, el mal antecedente como tenedores de animales y la radical sentencia médica, sorprendentemente no fueron limitantes para que Cuqui llegara a nuestra vida. Cuando las cosas tienen que suceder, pues suceden. Así sea para mal. Porque su paso por la casa fue más bien desafortunado.
Ni la dureza de la banca de la iglesia ni el interminable evangelio que leía el sacerdote esa noche, lograron sacarme de la cabeza a Cuqui. Recuerdo la extensa fila para que la gente recibiera la comunión. El crujido de las hostias llegaba hasta mis oídos y parecía que nunca iba a cesar. Era evidente que la -para ese entonces aún fresca guerra de las Malvinas y el reciente terremoto en Popayán, habían volcado a la gente a comulgar y a desempolvar repentinamente su religiosidad. Pero yo, un niño de 9 años ajeno a conflictos australes y a tragedias y pecados del espíritu, no veía la hora de regresar a casa para jugar con nuestra última adquisición. Para cuando se escuchó “podéis ir en paz”, yo ya estaba en la puerta de salida esperando a mi familia.
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Limpiar excretas es lo más aburridor de tener un animal. Eso es indiscutible y lo descubrimos al reencontrarnos con Cuqui esa noche. La bulliciosa cachorra, quizás a modo de venganza por su temporal reclusión, había defecado y orinado a sus anchas en la baldosa carmesí de la cocina. También había rasguñado dos puertas y mordido sin piedad las patas del comedor auxiliar. Así que mi hermana y yo, calladamente -a pesar del asco que nos generaba-, siguiendo las instrucciones de mi madre, asumimos por vez primera nuestra responsabilidad como felices propietarios de la nueva mascota.»
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